Una semilla es una posibilidad que depende, para su realizacion, del
mundo concreto en que haya sido sembrada y de la fuerza de su propia
naturaleza. ¿En que mundo cayó la posibilidad de lo que eres? ¿Qué
promesas traías escritas en el germen de tus genes? ¿Cuál es la plenitud
del ser humano? ¿Cuáles las condiciones necesarias del sustrato que
alimente esa plenitud? Bajo tus pies hay un lugar, un terreno en la
tierra, un lugar en el mundo. Y en este lugar ha caído una semilla,
recogida sobre sí misma y esperando, en esa estabilidad inmóvil,
reducida su envergadura a la del mínimo tamaño, aguardando un destino
que aún no conoce. Allí está la semilla.
Una semilla quizá presiente el misterio de la vida. Y el misterio de
la muerte. Los presiente, pero no los conoce. Una semilla, como un
huevo, es una posibilidad, pero una posibilidad que aún está por verse.
Posibilidad de algo, pero ¿posibilidad de qué? Ella misma no lo sabe. A
veces, en su espera, ella ha soñado con lo que podría ser. Pero los
sueños solo sueños son y en su mundo sin tiempo ella misma no es sino
una esperanza dormida. La semilla vive en un estado de esperanza.
Porque, para la semilla, el tiempo no existe: se sabe de semillas que
durmieron el letargo de cientos de años en la oscuridad seca de un
granero profundo y oscuro, y durante esa espera durmieron como si el
tiempo no existiera, dormidas en un permanente ahora, un ahora donde
nunca pasa nada, un ahora donde no hay cambio, donde todo lo que es está
dormido e inmóvil: la semilla es un estado donde no hay cambio alguno.
Duerme sin cambio en el hueco de su cáscara mientras ignora las mil
historias que aún no han nacido. A veces, allí, en su sueño de semilla,
imagina lo que será algún día. Presentimientos, sueños e imaginaciones
pasan como nubes por su mente de semilla; sueños y fantasías que se
deshacen en la nada de su nada sin tiempo. A veces, vagamente, ha pasado
por ella la pregunta original -¿y quién soy yo?-, pero en su sueño sin
tiempo las preguntas no escaldan, las dudas se aplacan y simplemente
sigue allí, encogida y esperando. A veces, confusamente, la sacudió el
presentimiento de la angustia -¿y qué voy a hacer?-, pero esa quemadura
seca rápido y su inmovilidad no se rompe. Encogida dentro de su cáscara
espera, porque mientras esté inmóvil allí, esperando en la esperanza
dormida de lo que nunca llega, la angustia realmente no cabe. Sueña con
posibilidades que no han nacido, pero no hay saber sin vivir y,
cabalmente, no puede saber quién ella es.
En algún lugar que ella no sabe el mundo es movimiento. El ímpetu de
los vientos, las fuerzas de la naturaleza, la corriente de las aguas,
las fuerzas telúricas de la tierra, la han dejado finalmente depositada
en el lugar donde ha quedado: una patria mínima, un pequeño mundo, un
mundo circular, como dicen que son todos los mundos, una pequeña esfera,
como esférica ella misma tiende a ser, la semilla, un huevo. El tiempo
pasa sin que pase nada. La vida pasa sin que pase por ella, porque ella
solamente espera.
Es una situación segura; existe una cierta seguridad en ese estado.
No hay riesgo. No hay riesgo porque no hay movimiento. Tampoco hay
angustia, ni angostura alguna que cruzar porque no hay movimiento. Allí
reside su seguridad: en la inmovilidad de su espera. Pero ¿quién es
realmente ella?, ¿cómo saber realmente cuál es su naturaleza? ¿cómo
descubrirla sin atreverse a vivirla, sin atreverse a estirarse y a
desarrollar sus posibilidades, sin atreverse a llegar hasta el final de
sí misma? ¿Cómo saberlo sin vivir realmente?
La seguridad sin riesgo es un sueño sin tiempo. Vive sin vivir en la
inmovilidad segura y protegida del -no pasa nada-, la seguridad que todo
sigue igual, no hay cambio. El riesgo nacería si ella se atreviera a
comenzar su historia, a deshilachar su tiempo. Y el riesgo es muy
grande: salir de sí misma, romper la inmovilidad de su coraza, abrirse
al cambio, a las corrientes de la vida. Pues mientras su existencia sea
solo un sueño tampoco hay muerte, solo esa espera inerte de lo que,
quizá, algún día despierte.
Abrirse al cambio es un riesgo, porque allí, encerrada en su cáscara,
la semilla guarda un mínimo tesoro heredado: el germen donde está
escrita su posibilidad junto a la escasa reserva de energía que le
aporta su pasado, la herencia de sus ancestros, un mínimo legado para la
primera parte de su historia. Todo lo que conservas es ahorro del
pasado, guardado lo tienes con la esperanza del futuro. Pero, por más
grande que parezca la herencia, es inevitablemente limitada. Los ahorros
solo alcanzan para la primera, primerísima parte de la historia: no
alcanza para mucho más. ¡Allí está el riesgo! Porque una vez que empieza
el movimiento es imposible detenerlo. Cuando se produce la primera
sacudida de la cáscara, cuando se rompe el caparazón, no hay vuelta
atrás. Detenerse en ese momento es terminar podrida, un aborto de sí
misma: alguien que nunca desarrolló lo que era. Cuando se produce el
primer quiebre, la primera rotura del sueño, la pérdida del paraíso
encantado, la rotura de la ilusión virginal, el despertar de la
realidad, la única posibilidad es seguir adelante. Porque el tiempo ha
comenzado y el tiempo es movimiento. A través del resquicio, de la
armadura rota, se estirará tímidamente la primera ramita, la primera
raíz. Pero aún se alimenta del pasado, de su pequeña reserva de energía
y, antes de agotarla, habrá de alimentarse por sí sola, arraigar
suficientemente en la realidad, abrir suficientemente sus hojas a la
luz, a la energía del Universo.
¿Cuándo será el primer momento, la primera sacudida, el primer brote?
El calor tocará tu corazón y el corazón dirá -¡ya es la hora!-. La luz
cegará tus ojos y la razón dirá -¡ya es la hora!-. La humedad deshará
tus resistencias y las voces gritarán -¡el mundo existe!-. Muchas
semillas, al acercarse ese primer momento, experimentan el filo del
riesgo y la ansiedad de la primera angostura, el vacío de la primera
caída –¿qué mundo es éste al que he nacido? ¿Qué voy a hacer ahora?
Antes de esta quemadura sin nombre solo tenía sueños, vagas intuiciones
de un proyecto, pero este vértigo de existir es bien distinto, este
cambio que no cesa y que me lleva. La realidad es algo más que el sueño.
Ni sé que voy a hacer ni sé cuanto voy a durar. He nacido al tiempo y
ya presiento la estocada del final y no puedo saber si me va a resultar
bien o mal esta aventura. ¿Cómo saberlo sin arriesgarme a vivirlo?-.
¡Comienza el movimiento! y entonces, a través de la sucesión y los
cambios, comienza a descubrirse, pero descubrirse a sí misma es
descubrir el mundo que la sostiene y, a veces, las circunstancias del
sustrato ahogan las posibilidades de desarrollo: puede faltar agua,
puede sobrar acidez, quizá la luz es demasiada escasa o quizá la
opresión del entorno agobia. Incluso es posible que llegue a asustarse, o
a sorprenderse, como si dijera -¿Pero “ésta” soy yo? ¿Qué es lo que ha
comenzado? ¿Qué es la vida?-. Y no hay manera posible de saberlo sin
atreverse a vivirla y vivirla es abrirse: abrir las cáscaras que te
encierran, estirar las ramas, abrazar el Universo con las hojas y
penetrar la profunda oscuridad de la tierra con las raíces. Vivirla es
asumir el espacio que ocupas, la historia que desarrollas. Vivirla es
reconocer la tensión dinámica entre lo de adentro y lo de afuera.
Vivirla es convertirse en un puente entre lo de arriba y lo de abajo,
entre la luz y la oscuridad. Aprende a reconocer, ella, el vértigo de la
angustia de nacer y existir, la angostura que por momentos la atrapa,
que por momentos la encierra, que por momentos la desconcierta y le dice
-¡no sabes adónde ir! y por tanto no vas a ninguna parte. ¡Detente
ahora! ¿Adónde vas sin saberlo?-, pero dentro de ese germen que ahora se
estira y se expande hay una fuerza, una fuerza que responde -¡yo lo sé
porque yo misma soy la corriente de la vida y ahora me levanto e
impulsada por la savia que yo misma soy me yergo sin vergüenza! Me
levanto experimentándome a mí misma: yo soy esto, ¿por qué habría de
asustarme de lo que yo misma soy?-. ¡Y entonces descubre que respira! y
descubre que la respiración es uno de los grandes misterios de la vida:
tomar el aire, dejar que el Universo que la envuelve entre hasta lo más
profundo de su sangre y allí fundir, en lo hondo de sí misma, el
Universo que la envuelve, el aire que la penetra, y una vez que lo ha
fundido consigo, expulsarlo nuevamente para que de alguna manera el
Universo se tinte con lo que en su interior se ha gestado: el misterio
de la respiración, el misterio de recibir y de dar. Se yergue la
criatura, se abre cada vez más potente a la vida, sus raíces penetran
profundas. Y entonces descubre dónde ha sido plantada.
Descubre que ella pertenece a un pequeño mundo que la ha sostenido y
alimentado, para bien y para mal, en su comienzo. Siente la fuerza con
que está arraigado su tronco, a ese lugar. Y descubre mucho más.
Descubre que no está sola. Al comienzo, encerrada en su cáscara, creía
que no había más en el Universo sino ella. Sin embargo, ahora que se ha
atrevido a vivir, a abrir sus ramas al sol, descubre tantas cosas: que
rozándose con la punta de sus ramas hay otras criaturas, allí,
tejiéndose el bosque de la vida. Y comienza a comprender que la vida es
amplia, mucho más grande de lo que jamás imaginó, que va mucho más allá
del límite de su piel, de la piel de sus hojas, que se expande,
increíble y misteriosa, por la fuerza y el tejido del bosque. Y comienza
a sentir el impulso de expandirse ella misma y de tejerse cada vez más
con el bosque de la vida. Comienza a sentir el impulso de abandonar ya
su pequeño mundo original, que la plenitud no se consigue en una maceta y
descubre que puede caminar, que sus raíces se desprenden de la tierra
que la vio nacer y se transforman en piernas. Descubre que tiene piernas
y que no está anclada, que sus pasos están libres. Descubre que hay
camino, que ya está andando una evolución, que se desprende de
limitaciones, que el instinto de la luz orienta el crecimiento de sus
ramas, que está creciendo. Descubre que puede crear el vértigo creado
del propio movimiento, que cada instante es movimiento, que puede
rodar, caminar y volar entretejiendo un destino, hilando un camino que
se entreteje con todos los otros caminos. Y comienza a descubrir la
alegría y la aventura de entretejerse en el bosque de la vida. Y
descubre que puede compartir tantas cosas con las otras criaturas del
bosque. Y descubre también que es posible caerse y se cae. Y se embarra
en el barro y se entierra en la tierra. Y descubre que cuando se cae y
descansa, en las raíces del bosque de la vida, también la vida se
entrelaza. Descubre la sangre de numerosas criaturas y formas. Descubre
que la vida tiene incontables, infinitas formas.
Y entonces, cuando creía que era un árbol y todo estaba hecho,
comienza a despertar como una ardilla y juega como juegan las ardillas. Y
de ardilla se transforma en caballo y galopa, poderosa y sonora, sobre
la vastedad del horizonte. O quizá descubre que le gustaría, y así lo
hace, transformarse en león y rugir. Y ruge con la fuerza de un
terremoto que brota desde sus entrañas. Y descubre la dulzura del vuelo
de un águila, suave y ella altísima, y vuela por encima de la copa de
los árboles que la vieron nacer y entreteje su vuelo con el vuelo de
todas las aves del bosque de la vida. ¡Quedó tan lejos el mundo que la
vio nacer!
La vida evoluciona a partir de sí misma creando siempre nuevas
formas. Ella ha descubierto que se atreve a cambiar y que después del
gozo de volar no tiene ningún temor a caer en picado y transformarse en
un terrible ¡cocodrilo! Para después renacer, nuevamente, como un
pequeñísimo ¡colibrí! y volar colibrí de flor en flor recorriendo las
incontables flores del bosque de la vida. Y después se transformó en
flor, simplemente una flor, y se dejó estar muy quieta, bañada por la
luz del sol. Y sintió que era hermosa, y sintió que la vida era bella, y
sintió que, en ella, en la flor que ella era, dormían incontables
semillas. Ella, que solo había sido una pequeña semilla, contenía ahora
la promesa de incontables semillas, de incontables formas de vida y
todas descansaban en la sencilla humildad de una flor. Y sintió que era
parte, pequeña pero real, del Gran Bosque de la Vida, y se levantó
nuevamente como un tronco poderoso hacia lo alto. Y supo, una vez más,
que era un gran árbol en el bosque, el puente sólido que une el cielo
con la tierra, el puente que trae la luz a la oscuridad. Supo que ella
era la vida y que la vida era un gran puente, y que ella estaba en su
lugar. Y sabía y sentía que su lugar estaba abierto a todas las
criaturas del bosque de la vida, que todos tenían un lugar en ella, y
que ella tenía un lugar en cada uno de los demás. Y que el oleaje de la
respiracion la sacudía rítmica, que el gran océano de todas las
existencias la animaba. Y sintió que la realidad de vivir era mejor que
los sueños, aquellos antiquísimos sueños que tuvo en la vieja cáscara.
Descubrió que el riesgo de vivir valía la pena. Descubrió que había
pasado muchas angosturas y que, tras cada una de ellas, siempre se había
abierto un poco más, a un Universo cada vez más amplio, a una vida cada
vez más generosa, a una energía cada vez más libre y abierta.
Y comprendió que así como se había levantado, que así como había
empezado y desarrollado un camino, también debía concluirlo. Lo comenzó a
sentir en su interior; su propio corazón le avisó -todo lo que empieza
termina- y ella aceptó que para su aventura también había un final. Y
llegó el momento de sentir que su camino estaba completo. Y entonces,
simplemente, se entregó, una vez más, a la Madre Tierra, la que todo
engendra, la que a todo acoge, en la que todo se disuelve. Se dobló su
tallo y cayó sobre ella. Sobre el suelo que la vio nacer, el tronco se
desplomó, sobre la tierra madre que la alimentó de su propia sustancia.
Ella misma, finalmente, recogió sus semillas y en ella descansa en paz.
Cuando hay aceptación, la última angostura es una gran entrega; te
entregas completamente porque descubres que, de alguna manera, es
imposible reservarse nada, porque ella te lo dio todo y porque, al
final, todo se lo has dado a ella. Ella te abraza y te sostiene en la
profunda oscuridad del bosque. Y en la profunda oscuridad del bosque
todo es vida. Y las raíces del bosque de la vida arraigan en tu carne y
en tu sangre. Las corrientes de las hojas caídas y las hormigas, la
exquisita y oscura humedad del submundo, se expanden por el cuerpo de tu
tronco. Y, poco a poco, se deshace tu historia en el canto del bosque,
como si al deshacerte te expandieras hasta el último rincón, hasta la
última rama, hasta el vuelo del último colibrí. El bosque que ahora se
alimenta de ti te lleva a través de su tejido y cuando ya no estás,
porque te has ido, sin embargo estás y sabes que tú eres la sustancia
del bosque de la vida, que tú eres la savia de las plantas, el color de
las flores, el vuelo de las mariposas, el brillo del águila, la fuerza
del león, el humor del cocodrilo y la inmensa aceptación de la tierra. Y
en ella descansas, y en ella te disuelves, y en ella te recoges, una
vez más, como una pequeña semilla, un pequeñísimo punto allí, durmiendo,
durmiendo el sueño de una nueva posibilidad, una semilla que ahora sabe
mucho mejor que ha sido árbol, que ha sido flor, que ha sido águila y
colibrí, que ha sido esto y lo otro, lo de aquí y lo de más allá, una
semilla que está, sintiéndola latir, viva en su corazón, la llamada de
la libertad, la llamada de la vida que ella misma es, esa vida que se
disuelve y no se pierde, que se recoge para seguir siendo ella misma,
expresándose incansable, bajo incontables formas.
Una semilla está temblando en este lugar. La cáscara fosilizada, un
pasado defensivo que ya no es, se está rompiendo. Se estira su sustancia
y se reconoce en la luz que la mueve: ¡un ser humano completo!
Francisco Bontempi.
Tenerife 2012.